
Con ese malestar que uno siente cuando se aparece en un lugar, avanzé medio mareado por las angostas calles del barrio industrial donde yo había crecido.
Por la posición del Sol, no debían ser más de las ocho de esa mañana.
Allí estaba mi hogar. El más descuidado de toda la hilera de casas iguales. Lo contemplé por unos segundos antes de acercarme a la puerta. Cuando lo hice, noté que algo extraño sucedía: los vidrios de las ventanas estaban rotos, a la puerta de madera le faltaba un trozo de abajo y la hierba que salía de abajo de la casa cubría mas de un metro la pared de ladrillo. Esa casa, mi casa, había sido abandonada hacía tiempo, o al menos eso parecía.
Sin vacilar, abrí la puerta con un movimiento de mi varita y me adentré en la oscuridad total. Hacía frío allí adentro. No solía hacerlo cuando yo era pequeño.
La pequeña habitación parecía una celda de Azkaban. Los libros que cubrían las paredes estaban tirados por todo el piso, hechos pedazos. El sillón, la butaca y la mesa (únicos muebles en ese lugar) seguían en el mismo lugar en que yo recordaba, sólo que el tiempo había dejado su marca sobre ellos.
Mis padres no habían planeado irse de allí, estaba seguro. Quizás habian discutido, como siempre lo hacían, y habían decidido finalmente abandonarse el uno con el otro; quizás habían ido a vivir lejos de la ciudad, sin preocuparse por sus pertenencias (y mucho menos por su único hijo); o quizás habían muerto.
Eileen y Tobias. No fueron los mejores padres que un mago pueda tener.
Pero por lo menos, habían dejado a su hijo un techo donde dormir. Eso era de gran ayuda en ese momento.
Me desabroché la capa y me saqué los zapatos. Comencé a poner ese lugar en buenas condiciones con pocos y ágiles movimientos de varita.
Al terminar, y luego de poner los hechizos defensivos básicos en la casa, me dirigí a la puerta secreta que iba a mi habitación.
En el camino decidí que pasaría el resto de mis días de vacaciones allí. Si es que no me encontraban antes.
Mi habitación no era la excepción al maltrato general de la casa, obviamente. La única puerta del rellano del primer piso me miraba de frente, pidiendome por favor que la abra. ¿Por cuánto tiempo habría estado cerrada? Mis padres no entraban en mi habitación, nunca lo habían hecho.
Sin dudar, caminé hasta ella y la abrí rápidamente. Hizo un fuerte ruido (la madera estaba totalmente quebrada) y de la habitación salió un fuerte olor a humedad y encierro que quemó mis fosas nasales.
Encendí mi varita, y la oscuridad desapareció.
Mi habitación no era grande: una cama de hierro, una mesa muy pequeña y un armario al que le faltaba la puerta. También había una ventana, quizás la única de la casa que todavía conservaba los vidrios.
Sobre el piso había una gruesa capa de polvo, pergaminos rotos y algún que otro libro. Sobre la mesa reposaban mis botellas que usaba de pequeño, llena de ingredientes básicos que conseguía yo mismo para poder experimentar. El único caldero de la casa estaba allí también, rodeado de agujeros.
Me reí, recordando qué miserable había sido mi infancia. Y luego me reí, al darme cuenta de que mi infancia ya había terminado.
Me recosté en la cama, puse mis manos detrás de mi cabeza y miré hacia el techo mientras pensaba.
Para mi no había pasado el tiempo, había sido ayer cuando salí esa mañana de casa hacia King Cross, a mi primer año en Hogwarts. Y sin embargo, habían pasado ya 6 años, y había vivido tantas cosas que nadie creería que una persona podría vivirlas en tan poco tiempo.
Así pasaron los días de Agosto. Yo como un "mago menor de edad" (así me describía "El Profeta") pero como le había dado un nombre falso a la Ministra, no podían encontrarme.
Comía lo que conseguía haciendo un encantamiento convocador y robándo alimentos a mis vecinos muggles, que obviamente no se daban cuenta. No salí de mi casa ni una sola vez en todo el mes, aunque un día estuve a punto de hacerlo.
Habían salido de la punta de mi varita una débil lluvia de chispas azules.
Me levanté enseguida de la cama: los encantamientos protectores funcionaban, había alguien en la puerta de mi casa.
Me acerqué lentamente a la ventana, y me vi reflejado en ella. Asomé mi cabeza sigilosamente por la ventana, y vi a la inesperada cabellera rojiza de Lily Evans, quien estaba parada en la puerta de mi casa.
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