Antes de irme definitivamente de "El Caldero Chorreante", me acerqué a la barra para pagar mi corta estadía allí. Tom, el tabernero, me entregó cuatro cartas, pero le ordené que las quemara al reconocer la caligrafía de Lessie en los sobres.
Eran las siete y veinte de la mañana cuando llegué a la esquina de Saint Du Lac y White Road. Ellos eran cuatro o cinco, cubiertos por capas negras y encapuchados, ocultando sus rostros con máscaras blancas y gastadas. Yo me puse la mía antes de que me vieran.
No nos conocíamos entre nosotros, ningún mortífago. Sólo los de más alto nivel. Pero los que hacíamos el trabajo sucio teníamos prohibído conocernos, hablarnos incluso. Órdenes directas del Señor de las Tinieblas.
-¿Hay que esperar a alguien más?- pregunté, tratando de distorcionar mi voz.
Los demás negaron con la cabeza.
-Vamos, entonces. - les dije. Nos tomamos de las manos, y desaparecimos.
Fuimos a parar a un pueblo bastante grande, en las afueras de la capital londinense. Hacía frío, sentía como se me endurecían los dedos de las manos mientras caminaba por la calle, encabezando el grupo de encapuchados. Deberían tener mi edad o quizás menos. Probablemente habían sido compañeros míos de colegio, o me los había cruzado algun verano. Nunca lo sabría.
Ese día debía hacer algo diferente. Esos chicos se habían pasado semanas en busca de una pareja de magos que protegía a los muggles que conocían nuestro mundo. Y eso no estaba permitido bajo el régimen del Señor de las Tinieblas, claro que no. Y como los idiotas que me seguían detrás no habían podido capturar a esta gente, no habían tenido el valor para acabar con sus vidas, yo había sido designado a guiarlos y enseñarles qué debían hacer. Podría estar buscando a la última de los Trelawney en ese momento, pero no. Al fin llegamos al lugar. Era una de esas antiguas casas, angostas y de tres pisos. Toqué a la puerta, y segundos más tarde escuché unos fuertes ruidos que venían del interior. Saqué mi varita y volé la puerta hacia adentro.
-Vamos, entren. -le dije al resto, aunque fui yo el primero en entrar. Una mujer que estaba gritando como loca cerca de la puerta fue la primera en morir. El lugar estaba a oscuras, por lo que las varitas eran las únicas fuentes de luz. Podía oír respiraciones no muy lejos, pasos apresurados, y más ruidos fuertes. Algún encantamiento de alarma les había avisado que estabamos allí.
En medio del caos, mis compañeros inmovilizaban a cuan persona se les cruzaba. Ordené a uno de ellos que ponga la Marca sobre la casa, mientras me abría paso hacia el fondo del salón donde estabamos. Encontré una puerta en la pared contraria, la abrí, y descubrí una pequeña habitación con seis o siete personas. Los obligué a salir y a arrodillarse en una fila. Ninguno era mago o bruja, todos muggles.
Los rostros de los muggles se veían ensommbrecidos, surcados en lágrimas. Sabían que estaban a punto de morir o ser torturados.
-Tú. -dije, dirigiendome al mortífago que más cerca tenía. Era más bajo que yo, pero tenía una espalda más ancha. -Interrógalos, averigua nombres o direcciones. Yo voy a seguir registrando el lugar.
Subí las escaleras y llegué al primer piso, aún a oscuras. La luz de mi varita marcaba mi camino, y me llevó a la única habitacíon que tenía muebles, aunque sólo era un escritorio y una estantería sin libros. El despacho se iluminó tenuemente de una luz verdosa, y escuché el ruido sordo que hace un cuerpo sin vida al caer. Sin importancia, comencé a ojear los papeles muy por encima, sin prestar mucha atención. Otra luz verde bañó la habitación. Tomé una de las hojas amarillentas del escritorio y descubrí que estaba repleta de nombres, la mayoría de ellos tachados. No reconocí ningún apellido de algúna familia de magos, por lo que supuse que todos eran muggles. Y si estaban en esa lista, no era bueno. Para ellos.
Una vez más, la habitacón se llenó de luz verde. Ya habían matado a tres, los pobres novatos.
"Loreen Savarell." encabezaba la lista. El nombre era seguido por otros tachados, y el que le seguía sin tachar era "Robert Runsen". Cuando leí el próximo nombre sin tachar, la luz verdosa volvió a distraerme. "Margaret Cheerlen"; "Elliot Newman"; luz verde. "Thomas Frackerley"; "Emily Simon"; luz verde. "Marie Watson"; "Tobias Snape".
La lista resvaló de mi mano. Con la otra seguía sosteniendo mi varita, que iluminaba mi endurecido rostro. Con el corazón en la garganta, bajé rápidamente las escaleras a la planta baja, donde pude distinguir los cuerpos de los muggles sin vida. Sólo quedaba uno arrodillado, el último en la lista. Estaba siendo apuntado por el chico a quien yo le había ordenado que los interrogue.
-¿Asi que tu tampoco vas a hablar?- le espetó el chico.
Aunque el largo pelo negro cubría la totalidad de su rostro, no me costó comprender que se trataba de mi padre, quien segundos más tarde, acompañó a los demás muggles en su descanso eterno.
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